jueves

LO QUE EL VIENTO NO SE LLEVÓ

I
Crecí en dos lugares distintos a la vez, uno de ellos era un barrio en la periferia Bogotana y el otro lugar, un poco menos denso y cruel que el primero, era mi cabeza; solía pasar tardes enteras divagando en las atiborradas autopistas de mi mente: pensaba en qué se sentía al acariciar una vagina o que se sentía tener pelos en el pubis y de golpe pasaba a imaginar qué sería de mi vida treinta años después para luego pensar en el próximo episodio de Dragon Ball Z y finalmente regresar a lo primero: las vaginas. Igual, diez años más tarde, heme aquí, lejos de aquel barrio de infancia, lejos de aquella ciudad de infancia y lejísimos de aquel país de vida; empero, vivo en dos lugares distintos a la vez, uno de ellos es un barrio en la periferia Bonaerense y el otro lugar, un poco más frío y misterioso que el primero, es en el país de la duda; suelo pasar noches enteras preguntándome por qué mierdas adoro tanto acariciar vaginas.

II
¡Hola! Vivo en el piso siete de un edificio de jubilados. Lo más nuevo acá es el ascensor que se descompuso la semana pasada. El conserje es un tipo simpático que siempre me saluda con una palabra distinta cada tarde: maestro, amigo, chabón, pibe, son las únicas que recuerdo. En la alcoba contigua viven un estridente sujeto con mirada precisa que trabaja en un call center y un comunista lector que busca empleo empedernidamente. Mi compañero de cuarto es un distraído cajero de supermercado que usa ropa pequeña. La cocina es un amplio monasterio de mugre que nos negamos a limpiar y el baño es un estrecho mundo de pelos. El balcón está siempre lleno de agua y cenizas y en la sala hay un tapete persa atestado de moronas. Al escueto comedor le faltan dos patas pero creo que arreglamos aquello con los volúmenes de antología de Los Miserables de Víctor Hugo. Valga el símil. En las mañanas compartimos silencio con café y una que otra tostada. En las noches en cambio, somos miembros de un parco cine-club que hemos creado con el único fin de sopesar nuestras espantosas realidades. En la minúscula pantalla de un pc portátil divisamos la majestuosidad del séptimo arte y siempre que culmina una cinta solemos hacer tres minutos de silencio, fumamos un cigarro y nos vamos, sin decir ni una sola palabra, a nuestras respectivas camas. Es así desde que tengo memoria. Desde que vimos El Inquilino de Polanski, decidimos dejar cerradas las ventanas, luego con el asunto Hitchcock quitamos la cortina del baño y con el tema Bergman dejamos de jugar ajedrez. El punto es que se avecina un ciclo de Pasolini y me gustaría nena hermosa que por esos días vengas a visitarnos ¿puede ser?

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