domingo

LA REINA LEONA

(Madre no hay sino una pero ¿por qué preciso me tocó a mí?)

Existe una mujer que sin saberlo ha sido la protagonista inamovible de mi vida. Ha sido galardonada con los mejores premios y en los mejores festivales de toda la galaxia y en especial de mi alma. La tengo puesta en lo alto de mi estantería de emociones, junto a lo que llamamos amor. Ella es todo lo que tengo en mi cabina de trofeos, es dorada y brilla con luz propia. Es el premio de la academia que jamás recibiré. Es el homenaje imposible. Nada en el mundo me funciona para explicarle lo mucho que me importa su humanidad. Su amor de madre que me es suficiente para soportar setenta holocaustos más. Su compañía de mujer que me arropa cuando hace viento y me moja cuando hay verano. Nada funciona para explicarle que sus palabras son calmas y energéticas al mismo tiempo. Que sus preocupaciones por mi bienestar y por mi vestir en actos formales son todo lo que concibo como cariño y estilo. Que mi ropa limpia sólo luce limpia cuando la lava ella y que jamás estaré tan complacido con otros desayunos. Sólo con los suyos. Con sus huevos rancheros, su chocolate espumoso y sus arepitas de queso. Que mis dolencias sólo se calman cuando es ella quien me cuida. Que ella es todo. Que es la compañía perfecta. Que aún cuando dormidos, me habla. Entre sueños. Como una radiola encendida en medio de la quieta noche. Inaudible, inentendible, pero perfecta, sincera, sonora. Hermosa. Como un atardecer en el llano. Rojizo, naranja. De aires perfectos, cálidos, ruidosos. En simétrico claroscuro: sol y tierra o luz y sombra o amor y fiereza. Dulce ella, como una luciérnaga cantando boleros en medio de una oscura noche de campo o una marmota que baila merengue en un elástico piso de madera rechinante. Así de dulce y esquiva con la tristeza. Sus parábolas de la vida son el tercer testamento de la biblia que jamás me obligó a leer. Creo en Dios pero creo más en ella. Ella es más real y fantástica. Se atora con el arroz y tose por las noches. Hace gimnasia nocturna mientras mira caprichosa sus novelas y pedalea y pedalea en su bicicleta estática para bajar alguna mal habida grasa. Y escucha el ruido tempestivo de un coloso tenor empujado por el viento errante de los diminutos pulmones de mi alegre hermana. Y sus oídos no saben de Charlie Parker ni de Miles Davis pero ella ríe y es feliz contagiando sueños y durmiendo los domingos después de un suculento ajiaco con crema de leche. Ella es así y no sé si nos conocemos desde que vivía dentro de ella o si fue desde que nos vimos por primera vez en el mundo, en todo caso, y fuese como fuese, estamos obligados a llevar la cara del otro impresa en nuestra propia cara. Pues yo me parezco a ella y ella se parece a mí. Pero ella es mejor porque es mi madre y me gusta su melena de reina leona. Ella ruge y cuida de sus dos cachorros leones. La nena del saxofón y el nene de la cámara. Es el ejemplo perfecto de la superación y de la lucha. Un emblema del laburo diario. La leona de zoológico que se hizo reina de la selva. ¡Bravo mujer! Y, lo mejor es que ambos somos muy lindos y nobles, y nos gusta dormir cuando una película es mala. Recuerdo una foto que me enseñó la abuela: era el cumpleaños quince de mamá y ella posaba distraída mirando un horizonte de luz tenue con un pelo largo y robusto, y un vestido rosa que se ubicaba estricto en su cuerpo de quinceañera para evocar por completo la imagen fiera de una virgen de pueblo con la mente esquiva al dolor y el amor intacto por la vida. Me pareció hermosa al instante. Parecía salida de un cuento de hadas y princesas. Y es que eso es para mí. Una princesa que vive cruzando la Cali. Una ninfa angelical que viaja en su Fiat siena color ceniza por una ciudad del mismo color. Una cenicienta a prueba de brujas y altercados. Y si la genética es perfecta en su ciencia entonces, al igual que ella, a mis cuarenta y tantos, seré el humano más hermoso del planeta. Pero ojo, no por los genes, sino porque soy su hijo y ella me ha enseñado todo lo que sé.

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