lunes

Fábulas de Alcantarilla (Vol.1)



La ballena y el zancudo.

Era la historia de un diminuto zancudo de ciudad que se cansó de chupar sangre rancia y se tomó unas vacaciones en el pacífico océano para reflexionar sobre su condición de solitario. Había estado tras alguna mosca bonita que le mandó a volar cuando conoció un zancudo más guapo y más robusto. El nuestro, era un zancudo langaruto, pálido y sin sueños. Era un zancudo triste y con el ánimo roto. A veces en medio de sus vuelos vespertinos, se dejaba caer como un avión en pique y caía sobre algún odioso asfalto como una plasta de ilusiones quebradas por la gravedad y el tiempo pero él no moría y parecía tener más vidas que un gato sin curiosidad.

El zancudo lloraba a cántaros cuando se daba cuenta de su incapacidad a la hora de entender a otros. Por más que intentaba, él no podía ser un zancudo cualquiera, común y corriente, y eso provocaba que sus compañeros de hábitat le hicieran el feo, le odiaran por creerse mejor, por mezquino y por diferente. El zancudo quería ser el mejor zancudo de todos, el insecto perfecto, el chupador inquebrantable por excelencia. Pero en cambio de eso, era un paria odiado a diestra y siniestra. Un pedacito de nada en el colosal universo. El ruido arcaico de una noche cualquiera.

El mundo es autosuficiente y le da lo mismo que hoy se muera una ballena gigante o un zancudo diminuto pensó indolente mientras caminaba descalzo por la orilla de una playa virgen y desierta. El agua chispeaba sus alas y le proveía de un espíritu casi sacro. Se sentía bendecido por las deidades mágicas de una naturaleza que parecía entender su tormento. Pero nada más cruel y errado. En ese momento, el zancudo divisó una portentosa figura que yacía postrada en las arenas más húmedas. Se acercó con sigilo y expectación, se trataba de una enorme ballena blanca que apenas podía mantenerse con vida.

El zancudo entró en pánico al ver tan demoledor animal frente a sus ojos. Le pareció magnánimo ver suculentas dimensiones. ¿Qué pasa?, preguntó el zancudo. La ballena logró percatarse de la presencia del pequeño volador y logró atisbarle un par de palabras, estoy muriendo respondió. Parecía un romántico suicidio, una ballena con mal de amores y un corazón destrozado. Y es que el corazón de una ballena debe ser cosa seria. El zancudo quiso no inmiscuirse y salir volando pero la tenue voz, llena de grasa y melancolía de la ballena, le detuvo. Cántame una canción le dijo, así podré morir con un pedacito más de dicha. Pero el zancudo no se sabía ninguna canción, el zancudo sólo sabía zumbar y zumbaba bajito porque estaba triste. Y en eso, la ballena intentó girar su cuerpo, intentó acomodar mejor su aleta izquierda para ver si así lograba impulsarse de regreso al agua. Un intento fallido y dos y tres intentos fallidos, la ballena se dio por vencida y se dejó caer abrumada por el peso una vez más, no hubo nada más trágico que verle llorar de impotencia. Sus lágrimas eran hermosas y perfectas, una silueta mágica de agua y sal.

Sólo ahí el zancudo entendió. No era un romántico suicidio como él había pensado, la ballena en contraparte al denuedo propio, sí quería seguir viviendo. La ballena había llegado por error a la playa y deseaba con ánimo estropeado volver al océano. Y lloraba a cántaros de ojos hacia adentro por ver cerca e inevitable el ocaso de su humanidad. Entonces, un impulso púgil invadió al zancudo y se armó de coraje intacto y guarecido como en cofres de cristal desde hace miles de años. Y empujó con toda la fuerza que su escuálido cuerpo le pudo. Y empujó, y empujo y empujó. Pero el coloso mamífero no se movía. La fuerza del zancudo era insignificante frente al peso del gigante marino. Y por más que empujara y empujara, el cuerpo seguía allí, anclado en la arena como el más férreo de los dolores del alma. El zancudo se partió los brazos de tanto empujar y entonces vislumbró futuros mejores para la ballena y para sí mismo. Pensó en el ruido de sus alas a doce mil leguas de profundidad, pensó en el color de una luciérnaga marchita con ganas de electricidad, en el cielo rosado de esos días sensibleros y pensó que el sol, la estrella magna, también podía enamorarse. Todo era susceptible al romance y al amor. Total, poco o mucho, la ballena sonrió por última vez, pero era una sonrisa serena, tranquila, afable y diáfana cómo los pinos del paraíso envueltos en miel de abejas y allí cesó su incasable búsqueda del amor eterno. La ballena amó el esfuerzo de ese zancudo gladiador. Y se llevaría ese amor para siempre, a dónde le tocara irse ahí estaría ese ecléctico y poderoso sentimiento. En contraparte, el zancudo se quebró al instante, cerró los ojos con fuerza y soñó con todo el ánimo que le quedaba, que era un atún y que correspondía con más fuerza el amor de su ballena. Pero la naturaleza es sabia y comprende la hegemonía de lo justo. No hubo más nada que hacer, así que el zancudo reunió fuerzas y cantó una canción.

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